Las y los de Per Poc salen a escena para ponerse a disposición de la música de Sergei Prokofiev. Aunque sus títeres interpretan la obra de Shakespeare, 'Romeo y Julieta', con gran talento, emociones y un gusto estético exquisito, eso es secundario. Notable mérito, no obstante, si se tiene en cuenta el protagonismo de una música exquisita (no es gratuito que esta representación se enmarque dentro del 'Festival de Música de Canarias'). La música te invade, te lleva, la música es el auténtico hilo conductor. Más mérito, si cabe, para la belleza de obra que acabo de contemplar. Porque es bien difícil que, posicionados tras la música y tras la trama, esos vaporosos y etéreos personajes de trapo conmuevan tanto al espectador. Bueno, tal vez Shakespeare tendrá también algo que ver.El reto era interesante.Vas a ver una obra cuyo argumento conoces de carrerilla, así que de antemano sabes que pondrás el ojo y el oído en otras cosas. Cosas como los buenos actores y actrices que manipulan los títeres. Mi mirada iba directa a los rostros humanos cuando movían a sus heterónimos de tela por el escenario; en los humanos podía leer las muecas de ira, amor, odio, de dolor, de desesperación… Y es que esa es la única manera de transmitir al títere los atributos de la emoción humana. Vaya si lo consiguen. Estupenda también Mónica Glaenzel en su papel de narradora.
El libreto de Shakespeare pone su granito de arena, claro que sí. La actualidad siempre justifica disfrutarlo una vez más; una trama que deja al descubierto lo absurdo del enfrentamiento entre las personas, que retrata el absolutismo, la autoridad del poder económico de las clases más pudientes (pongamos, de Verona y de la nobleza), el sinsentido de la vida bajo el yugo de lo impuesto. Y en medio de todo eso: él, Romeo, y ella, Julieta, que, como Syriza, se rebelan en contra del orden establecido. Eros contra Tánatos. Disculpen la perífrasis para llegar al meollo: que te enamoras de los títeres, que potencian y dan sentido a la trama con sus giros dramáticos, sus danzas veladas, sus espadas en alto, sus miradas de amor y de odio… Y todo ello al compás milimétrico de la música. Los movimientos suceden con la música, hacen un todo, y el espectador empatiza y se sumerge en ese todo para convertirse también en títere, liberado de los hilos para siempre.
¿Habré muerto, o estaré bajo los efectos del mismo brebaje que tomó Julieta? En cualquier caso, el cóctel música, títeres y Shakespeare provoca un efecto catárquico. ¿O será la belleza?