Usted está aquí

“Los curas son las personas menos conscientes de sí mismas, menos lúcidas, las más irresolutas, aisladas y frustradas de la tierra (los políticos vienen después)” Richard Ford, “El día de la independencia” Si no hubiera sido un gandul, hubiera estudiado otra carrera en vez de filología. Las de humanidades son carreras para vagos, de esas que sacas casi sin estudiar. Les siguen las ciencias sociales y el derecho (no es casual que la mayoría de políticos hayan estudiado leyes: paradigma de combinación de habilidades ‘trepa’ –la retórica- y un poco de memoria, esto es, listeza por encima de la inteligencia) y, finalmente, las que sí que requieren un poco más de asunto -aunque cada vez menos- son las carreras de ciencias puras, desde la medicina o física, hasta las ingenierías. De todos modos, cualquier carrera universitaria ha quedado hoy diluida, debido a la progresiva adopción del modelo anglosajón, del que absorbemos lo peor (convertir las titulaciones universitarias en un divertimento en el que el estudiante participa a base de crédito-va-crédito-viene, como si estuviera en un concurso televisivo) y no lo mejor (una verdadera interacción entre universidad y sociedad, una red en la que sólo tienen cabida los mejores –aparte de los ricos, que esos se cuelan siempre-; una red multidisciplinar, eficiente socioeconómicamente) Un ejemplo: mi madre me comentaba el otro día: “antes ibas al médico y salías con un diagnóstico, hoy sales con un pase para nuevas pruebas”, “eso es porque no tienen ni puta idea”, le respondí; asintió con el dolor de la nostalgia de tiempos que siempre fueron mejores. Entonces, de no haber sido un flipado aspirante a estrellita del rock, tendría que haber hecho caso a mi intuición, que marcaba claramente un cuadro de las profesiones en expansión del que era, por aquel entonces, futuro siglo 21; aquellas que tienen que ver con la respuesta a una sociedad enferma, en lo físico, y en lo psicológico: médico, enfermero, fisioterapeuta, psiquiatra, psicoterapeuta. Así, no hubiera acabado siendo profesor, ese trabajo “lleno de vividores y gandules, que lo cobran tan bien y tienen tantas vacaciones”, como bien me recuerdan muchos conocidos (felices padres) casi a diario. Lo que no cuadra – o es el colmo de la desvergüenza- es que sea el oficio con mayores índices de depresión y bajas por estrés y cuadros ansioso-depresivos, lo que los expertos llaman el “síndrome del quemado”, y que no es sino la manifestación del arrasamiento de la propia autoestima. Esa que la prostituta puede perder ante un cliente baboso, el asalariado ante su jefe inepto, el autónomo ante ese contrato que le hace pactar con el diablo (normalmente en forma de concejal o similar), y el profesor ante el quinceañero ultrahormonado, envalentonado por un sistema legal y social que lo hace sentir como Billy el Niño en versión reggaeton-gym, aleccionado por sus preocupados padres (componentes del escuadrón de los ‘conocidos quejumbrosos’), celosos de que su chiquillo desarrolle “esa autoestima tan necesaria”, tal y como les aconsejó el psicoterapeuta de turno, que es el otro extremo en donde me tenía que haber situado, de haber sido un poco menos cantamañanas.Cantata del profesor loco (y vago)