'LOS IMPOSTORES'. Cía La República.
Teatro Guimerá. 24/1/15
Crítica de Jordi Solsona
Fotos: Portada cedida por prensa Teatro Guimerá, y fotos del estreno por Manuel Espinosa
¡Uf! ¿Y cómo digo yo que estuve a punto de irme de la sala, por lo menos, ¿tres veces? ¡Anda, pues si ya lo dije! Mira tú qué sencillo.
Así de sencillo es el teatro. Todo lo demás es artificio. La historia de mentiras familiares que nos cuentan en “Los impostores” es artificial, artificiosa y, casi, antiestética. Porque el libreto es un manual de tópicos. Porque la dirección obliga a los actores a sobreactuar de tal manera, que nada se mantiene en pie. Se nota que dicen un texto aprendido, porque resulta muy difícil creer esa trama. El decorado que enmarca la escenografía, esos hilos que lo cercan a medida que las mentiras quedan al descubierto, es tan obvio, es tan facilona la metáfora, tan poco enriquecedora. Tampoco ayuda la gestualidad ni los movimientos que pauta el director a los actores y actrices, resultan exagerados y redundantes. Sobraban las poses y saltos de aquella tropa sobre las tablas del Guimerá.
La historia refleja una de tantas historias familiares donde la mentira se convierte en la urdimbre que sostiene a la saga. Poco importa el origen, ni las estrategias de cada cual para seguir manteniendo el papel asignado en ese orden familiar. Cada personaje tiene su propio pasado, construido por desplantes o intereses, que le abocan al caótico presente. Parece un argumento interesante, pero es mentira. Teatro La República sabe vender muy bien esa mentira en su libreto de mano. Luego, en la sala, me sentí estafado.
Pero vuelvo al texto. La historia, por archiconocida, resulta poco inquietante, nada novedosa, como uno de esos guiones de serie B para las sobremesas de los domingos. Dinero, apariencias, sectas empresariales de estructura piramidal, anticuarios, primogénitos y proscritos, venganzas, apaños… Todo demasiado previsible, demasiado cogido por los pelos, demasiado literatura de best seller. Y el desarrollo un tanto confuso, aunque el espectador no llegue a perderse. Ya sé que puede sonar a peccata minuta pero, en medio del supuesto (y un poco infantiloide) drama familiar, no caben expresiones como “ni de coña”. Es la gota que colma el vaso después de tanto amaneramiento. Y si el autor pensó que con hacer aparecer a Kant, mostraba su erudición, lo que hizo fue empeorar las cosas.
¿Dónde está el responsable? ¡Que venga el señor director! ¡Ni supo dotar a la obra de la debida entonación! Hay un “sientaté”, imperativo, del padre a la hija, que, al no acertar a poner el énfasis en la sílaba tónica adecuada, pierde toda credibilidad. Y claro, la orden se cae, suena a bufa. Pero es que es así todo, en una concatenación extenuante de despropósitos, como los zapateaos, las pausas con palmas, el movimiento de los objetos escenográficos, los cuadros impostados que componían los actores y actrices cuando la tensión narrativa no recaía en ellos. Todo tan artificial… Pero lo más grave, considero, es haberse fijado en ese texto. Señor director: el público no es tan vulgar y sabe distinguir la calidad, de la estafa escénica.
El Guimerá lucía tres cuartos de entrada. El aplauso final fue tibio. A la salida, la mayoría de público afrontó la noche cabizbaja. Mi reconocimiento al esfuerzo del grupo de actrices y actores.