Imagine que está usted viendo un pacífico concierto de thrashmetal en cualquier espacio capitalino de una provincia cualquiera. De repronto entran unos señores con placa identificándose como inspectores de trabajo y mandan a parar, como el comandante de Carlos Puebla, pidiendo los papeles. El susto es un drama, a los miembros de la banda se les cae el pelo, el propietario del garito se desmaya. No hay permisos, no hay licencias, no hay contratos ni acuerdos salariales. Es el fin. Se acabó la diversión. El público dice buuh! y se marcha a casa, o a otro establecimiento menos sano, digamos que a drogarse alcohólicamente, por ejemplo.
Quizá para los tres rockeros con pintas que están sobre el escenario con la cara bañada en sudor es la primera vez que tocan sus canciones. Van a cobrar lo que se haya podido recaudar en entradas, pongamos que en total la desorbitada cantidad de 60 euros, o quizá menos. Quizá fueran gratis a tocar, sin alquilar el local como suele ocurrir por estos lares, gracias al buen entendimiento con el dueño que sacará unos pocos euros de lo que se consuma en barra. Aun así, este toma y daca de buenas costumbres es un hecho ilegal, no legislado, abusivo y anclado en un limbo entre la cultura, el ocio, el showbusiness y el sentido común. Por un lado en el de la cultura sindical, por otro en el de un pasado discordante con la realidad de nuestros tiempos. Algo habrá que hacer.
Los músicos profesionales llevan tiempo pidiendo una normalización que está tardando años en regularizarse. Al no haber una normativa eficiente para la dotación de liciencias de música en directo los establecimientos no pueden recibir una factura legal por una actuación y los músicos, aunque sean autónomos, no pueden entregarlas. Todo se hace en negro, y el trámite es más que sospechoso para cualquiera que ignore la realidad de este problema, cuando en realidad se hace de esta forma porque simplemente no existe otra manera. El otro artista, el novato, el amateur que quiere hacerse un hueco en el circuito, está totalmente desamparado. Ni es autónomo ni quiere serlo. La ley no contempla diferencias, en ambos casos el tipo que está sobre el escenario es un trabajador que ejerce su labor para ganar un dinero. Si no declara sus beneficios es un delincuente, de la misma forma que el establecimiento comete un delito al cobrar entradas o al pagar a un músico por su arte. Así estamos y a esto hemos llegado por una política cultural y financiera que desconoce el funcionamiento (o prefiere evitarlo) de los circuitos de música en vivo. Necesitamos soluciones y no inspecciones de trabajo. Regularización y facilidades para desarrollar actividades en establecimientos y no trabas y zancadillas legales. Coño ya!