Martin Davidson, documentalista, investigador y especialista en Historia de la BBC, escribió hace unos años “El nazi perfecto”, una magnífica obra de reconstrucción sobre su pasado familiar que le llevó a confirmar sus sospechas en torno a la oscura y ambigua figura de su abuelo materno, quien resultó ser un militante nazi convencido y que llegó incluso a moverse con cierta holgura en el NSDAP. Militante de base desde los 19 años en las temidas y violentas SA (las tropas de asalto nazis), para luego pasarse, justo en el momento crucial del ascenso de Hitler al poder, a las SS, la historia del abuelo de Davidson es un clásico que se repite en un determinado tipo de personas y que constituye el trasfondo de la profunda investigación que desarrolla el autor británico, que no es otro sino el de llegar a entender cómo se produjo el contexto social que favoreció el auge y el creciente respaldo enfervorizado que recibió la ideología nazi en la Alemania de los años 20 y 30 del siglo pasado.
Resumido en pocas palabras, Bruno Langbehn, el abuelo de Davidson, es un ser absolutamente mediocre. Sesgado ideológicamente, fiel al clásico espíritu jerárquico germánico, no estamos, ni mucho menos, ante un ser analfabeto ni ignorante (era un dentista berlinés), sino, simplemente, ante una persona incapaz de poseer un espíritu crítico, abierto y tolerante. Conecta en espíritu y formas con el Eichmann que describe Hannah Arendt en “Eichmann en Jerusalén” y que dio pie a su lúcida descripción del engranaje asesino nazi como la apoteosis de eso que llamó “la banalidad del mal”. Sin poseer el espíritu pseudointelectual y, en cierta manera, elitista, de Eichmann, Bruno Langbehn representa a la perfección la mediocridad que sirve de puente y coartada al mal absoluto. Para que el nazismo triunfara se tenían que dar unas condiciones ideales que le sirvieran de caldo de cultivo perfecto. Por un lado, una tradición educativa y cultural absolutamente ultraconservadora, jerárquica y patriarcal: el espíritu prusiano que refleja Haneke en “La cinta blanca”. Por otro lado, una situación social explosiva, la de la Alemania de posguerra, que sirviera de escenario para las conspiraciones y convulsiones políticas de una sociedad cada vez más polarizada. Es interesante, en este aspecto, el estudio que ofrece Davidson -sobre todo con datos basados en el contexto social e institucional del Berlín de la época-, de cómo el brazo armado del nazismo alemán, las SA de Ernst Röhm, fueron creando ese ambiente de violencia creciente durante la década de los 20. Curiosamente, y en minoría con respecto al Partido Comunista o al Socialdemócrata, las SA era un grupo ultraderechista violento que fue creciendo dando la sensación, a través de esa creciente capacidad de amedrentar a sus adversarios políticos, de tener un mayor poder social del que realmente gozaban (justo lo que Lenin había hecho en la revolución rusa con los bolcheviques). De hecho, hacia 1928 y gracias a la acción de la policía (que en Berlín, curiosamente, era en ese momento mayoritariamente de izquierdas) la situación de las SA no era precisamente la mejor. Sin embargo, se encontró por el camino con el crack económico del 29, lo que hizo que la situación se revertiera en cuestión de meses, propiciando, a través de la extensión generalizada de una violencia incontrolada -ya infiltrada también de manera creciente en los propios aparatos del estado alemán-, que la República de Weimar se desmoronara en muy poco tiempo, facilitando así la llegada al poder de Hitler, quien, hábilmente, se deshizo, poco después, de las SA, una vez estas le habían hecho el juego sucio preparando a un país para someterse a un clima de miedo, opresión, tortura y odio.
¿Por qué Hitler se deshace de esas tropas de asalto justo cuando se han convertido en la perfecta arma de represión? Porque los militantes de las SA eran, en estrictos y simples términos marxistas, “lumpen-proletariado”. Borrachos, drogadictos, misóginos, delincuentes, homófobos, las SA eran la perfecta maquinaria de matones engrasada para imponer un régimen de terror. El problema, por un lado, es que esa escoria social se había convertido en un grupo autónomo con una fuerza descomunal, por otro lado, Röhm, su jefe máximo, aparte de homosexual (perfecta excusa -cómo no- que sirvió para su eliminación) se jactaba de ser un verdadero “anticapitalista” con un supuesto espíritu nacional-socialista alemán auténtico. Como bien recuerda Eric Vuillard, al comienzo de esa espectacular disección de las miserias del nazismo y sus conexiones con las grandes empresas alemanas que es “El orden del día”, una vez Hitler ha alcanzado el poder, con el apoyo y financiación total de las grandes firmas empresariales alemanas, desde Siemens a Opel o Bayer, se impone la necesidad de imponer un perfecto orden de sistematización rígida de toda una sociedad. Alemania, avanzando ese lema de “El trabajo os hará libres” que presidirá la entrada de Auschwitz, se planifica como una inmensa fábrica en la que la sociedad queda convertida en una perfecta cadena de montaje, a la que rápidamente se sumará la nueva mano de obra esclava entre comunistas, homosexuales, razas consideradas inferiores, etc. Uno de los grandes valores de ese vibrante relato, entre lo ensayístico y narrativo histórico, que desarrolla Vuillard es el de destacar los patéticos y ridículos momentos iniciales de esa maquinaria de destrucción en la que se convierte el estado alemán en los años 30. En esos planes trazados por la élite empresarial alemana en connivencia con Hitler, la figura de un Röhm, gay violento y furibundo anticapitalista, con sus miles de fanáticos seguidores, que harían palidecer en las formas y actos a la mafia de NY o Chicago, simplemente sobraba. Había llegado el momento de las SS y de todo lo que vino después. Es aquí cuando volvemos a Bruno Langbehn, el abuelo de Martin Davidson, que supo anticiparse a la jugada y cambiarse a tiempo de las SA a las SS, lo cual demuestra, entre otras cosas, que podemos estar ante un mediocre absoluto, pero no ante un tonto.
A la vez que se producía todo este proceso de ascenso sociopolítico del nazismo en Alemania se iba imponiendo todo un proceso de colonización ideológico-cultural en el que se intentaba imponer una visión del mundo, el pensamiento y de la ciencia radicalmente diferente al modelo cultural y científico occidental, ese que había eclosionado con fuerza a partir de la revolución ilustrada y se va consolidando en los dos siglos posteriores, tradición que Hitler despreciaba como el resultado de una vulgar e interesada manipulación producto de un complot judío destinado a someter a la humanidad. Una lectura divulgativa al respecto y que resume este peculiar pastiche cultural, intelectual y científico es “El retorno de los brujos”, obra seminal de 1964 de Louis Pawels y Jacques Bergier (un personaje de novela él por sí solo), y que viene a ser el gran momento iniciático (unos años antes que Erich Von Daniken) de ese movimiento que hoy en día vive un contexto de esplendor televisivo y digital que nos puede llevar de “Ancient Aliens” a “Cuarto Milenio” y que trata de buscar explicaciones alternativas a eso que se llama la “ciencia convencional” (sic).
Solo por citar uno de los grandes momentos lisérgicos de la ciencia nazi podríamos mencionar la “Teoría del hielo universal” del ingeniero austriaco Hans Hörbiger que venía a ser una descacharrante explicación de los orígenes del universo, con titánicas luchas entre el hielo y el fuego y con protoplasma helado que recorre la inmensidad del universo hasta dar origen a la vida aria. Esta obra, que hace palidecer la capacidad de narración fantástica de George R. R. Martin y su fuego valirio, fue recibida, en su momento, con risas y descrédito por la comunidad científica “convencional”, para acabarse imponiendo como doctrina en la Alemania nazi tras una creciente y agresiva campaña por parte de los intelectuales y grupos de presión hitlerianos.
Hay ocasiones en las que nos quejamos de que el mundo está lleno de gente que nos parece mediocre o de acciones, frases o pensamientos que, simplemente, nos parecen disparatados. Nos terminamos enfadando, o descojonando -al final es lo mismo-, entrando al trapo, en el día a día social o digital, con iluminados negacionistas, terraplanistas, antivacunas, xenófobos antiinmigración, grafiteros antipateras con faltas de ortografía, defensores de una supuesta libertad sagrada plasmada en no llevar la puñetera mascarilla, ultranacionalistas que ven ataques a su patria por todos lados (sobre todo si viene de Asia o África) o integristas religiosos que no soportan que un virus sea más poderoso que la fuerza del ente metafísico al que desesperadamente se aferran. Bruno Langbehn estaba entre nosotros, latente. De un tiempo a esta parte se mezcla con las nuevas SA del siglo XXI, esas que combinan perroflautismo y neofascismo -junto con toques pseudolibertarios de centro comercial- en manifestaciones que hacen pequeña cualquier pesadilla distópica de Kurt Vonnegut o Philip K. Dick. El problema será aún más serio cuando nuestros Bruno Langbehn del siglo XXI se pasen a las SS contemporáneas. Ahí igual sí que, quienes nos sentimos herederos del espíritu ilustrado, podríamos tenerlo bastante jodido. Son mediocres, sí, pero eso no significa que, precisamente, no sean peligrosos, y mucho.