“Los integristas tienen una visión alegre de las cosas, mientras que los antiintegristas, los antifascistas, o los demócratas, tienen, o tienen que tener, una visión trágica” Bernard-Henri Lévy ‘La pureza peligrosaEstaba en lo cierto Cospedal al comparar 25S con 23F. Los hechos le han dado la razón. Hemos asistido a un golpe de estado, más bien a la consumación de ese proceso. ¿Pero es culpable el PP? Ni mucho menos. Tales maquinarias no se montan de un día para otro, ni de una legislatura para otra. Se necesita la connivencia, el mirar para otro lado, estómagos duros a la vez que agradecidos, la complicidad de ¿una clase política? No solo de esta, ni mucho menos. Más bien de toda una casta social que gira en torno a ella. Todos conocemos un familiar, un amigo -puede que nosotros mismos- que depende directamente de ese conglomerado de intereses públicos y políticos que es el motor de una economía PIIGS como la española. Las democracias avanzadas se sustentan en una tradición liberal y burguesa, la laicidad, la separación de poderes y la ‘sensación’ de movilidad social a la vez que de igualdad (evidentemente, por eso podemos encontrar pocos ejemplos en el mundo). España sigue careciendo de ese sustrato y no tiene pinta de poder generarlo en un futuro cercano.Hay un sector de la población que ha hecho este análisis, y entiende cuál es el verdadero problema del sistema sociopolítico español y ha comenzado a dar pasos para intentar cambiarlo. Pero es una minoría. Son los nuevos ‘afrancesados’ del siglo XXI. Frente a ellos está el poder, o más bien, toda una visión del mundo predominante durante siglos en este país. El otro tercio es una masa aturdida y desesperada, por tanto fácilmente controlable. Son los que gritan “¡vivan las caenas!” con su voto cada cierto tiempo, o con la estúpida creencia de que el sistema en el que viven o por el que lucharon es un absoluto intocable. No hablo de clases bajas harapientas que sonríen al paso del señor, hablo de padres y madres titulados universitarios que han basado sus vidas en una quimera, en un imposible, lo mismo que sus líderes políticos en 1986 cuando decidieron que “ya éramos europeos” de pleno derecho, como si consistiera en sacar un 5 en un examen de selectividad, como si el ciudadano de Arguineguín o Barbate pudiera luchar en igualdad de condiciones con uno de Goteborg o Rotterdam. Pero, por encima de todo esto, hablo de los Francis Fukuyamas de esa cosa mal hecha llamada transición española. Aquellos que decretaron que ya habíamos alcanzado el “fin de la historia”, que la Constitución Española del 78 era el nuevo maná, la nueva Biblia sobre la que asentar las bases definitivas de la libertad y la igualdad entre los españoles, y por la que, en su supuesta defensa, se puede encarcelar a gente que fue o irá a gritar con su voz y la desnudez de sus manos que no hemos llegado al final, a denunciar que nos han preparado “un determinado final”.“Todo está atado y bien atado”, dijo el viejo dictador. Cuánta razón tenía. Al menos con él vivo las palizas se recibían por luchar contra la tiranía. Ahora encima te deshonran con el supuesto de que defender la libertad es atacarla. El clásico maniqueísmo integrista. “Muchos lucharon y dejaron su vida por que tú puedas disfrutar de esta democracia.” He tenido que aguantar ese sainete desde niño. Ahora ya les puedo decir que todo ese esfuerzo se lo podían haber ahorrado si al final nos ha llevado a esto. “Es que lo otro era mucho peor, no te haces idea”, te espetan a continuación. “¿El qué? ¿No vivir en libertad?” Me pregunto.Escucha recomendada para la lectura: Mogwai ‘My Father, My King’
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