Si para entender lo que sucede en España y otros países del sur de Europa como Grecia, hemos insistido aquí en la necesidad de asumir el papel modelador de la cultura católica (u ortodoxa) no protestante, para entender la política férrea de Angela Merkel con respecto a estos países, debemos también analizar el trasfondo cultural y biográfico del que la canciller alemana procede y que se puede establecer en dos ejes que conforman la base de la cosmovisión germana: puritanismo y mentalidad prusiana.
No hay que desestimar el hecho de que Merkel es hija de un pastor luterano, que estableció su residencia en la antigua República Democrática Alemana, y de una profesora de latín procedente de Danzig, la región polaca germanohablante que fue el “leit motif” final para el estallido de la 2ª Guerra Mundial. Merkel, licenciada en física (unos estudios que lo mismo alejan o acercan a la idea de Dios), llegó a militar en las juventudes comunistas para, definitivamente, hacer carrera política en las filas de la democracia cristiana. Si observamos su estilo, su modo de ser y de hablar, al contrario de la derecha española, siempre lastrada por someter la política a una visión religiosa de las cosas, Merkel representa la visión protestante expresada en la radicalización que el puritanismo supuso: la vida terrenal debe ser “ejemplar” para la visión absoluta de la perfección divina. El individuo, obligado al estudio privado de la Biblia, debe ser un ejemplo, un referente de acción. La vida puritana es una vida, por tanto, alejada de la ostentación y de la tentación (es imposible imaginarse a un puritano o a un alemán, o un suizo, con sentido del humor). Para la mentalidad puritana, que forma parte también de la base cultural sobre la que se cimentaron los Estados Unidos de América, el “otro”, el catolicismo, e incluso una parte del protestantismo representan el pecado, la presencia de lo demoníaco en la tierra, tal y como queda reflejado en obras literarias como “La letra escarlata” de Hawthorne o “Las brujas de Salem” de Miller. La paranoia (y muchas otras de sus obsesiones antialgo) anticomunista estadounidense solo se puede entender teniendo en cuenta este factor.
Más allá de los intereses económicos que evidentemente defiende, debemos comprender que en el trato que Merkel da a los países del sur de Europa hay un fuerte componente de sus propias creencias, como para una buena parte del pueblo alemán y de otros países del norte de Europa: somos los “otros”, los bárbaros a los que hay que educar, primos lejanos a los que hay que someter con mano dura para que se reformen y sigan por el buen camino.
Y esta mano dura se complementa con la mentalidad prusiana que está también en la base social y cultural alemana y de la que Merkel es un perfecto ejemplo. Prusia, con Bismarck como gran ejemplo, origen de la idea de la Gran Alemania, cuya semilla se encuentra precisamente en los territorios germanos del este europeo, representa también una manera de entender la vida desde una perspectiva ultraconservadora y jerárquica, en la que disciplina y aceptación de los límites y los roles de esa jerarquización son fundamentales a la hora de entender el funcionamiento de la sociedad. La literatura kafkiana es el testimonio escrito de las consecuencias psicológicas que esa sociedad generan en el individuo. Hay muchos que piensan que la educación prusiana, que se formalizó como modelo pedagógico durante la segunda mitad del siglo XIX, en el que la obediencia y aceptación del superior, fue un caldo de cultivo perfecto para poder dar cabida al régimen nazi. Por cierto, la educación de muchos países, incluida España, es hoy, todavía, en parte heredera de ese modelo pedagógico prusiano.
Cuando un alemán quiere halagar a alguien le dice que se comporta como un verdadero prusiano. De hecho, a mediados de los 80, recuerdo que el “Bild”, tabloide conservador alemán, se deshacía en elogios a la presidencia de Felipe González, con todas las reformas que estaba llevando a cabo como el desmantelamiento de la industria pesada nacional. El titular decía algo así como “Los españoles, prusianos del sur”.
Y aquí llegamos a la conexión española. En España, siempre que nos las hemos querido dar de intelectuales o de gente de bien, miramos a Alemania. El modelo educativo prusiano en España encontró una base social y cultural perfecta para el “adoctrinamiento”. Y es desde esta perspectiva desde la que se puede entender mejor ese pastiche legislativo que es la polémica “Ley mordaza”. Más allá de las cuestiones técnicas, existen dos factores asociados a esta mentalidad a la que estamos haciendo referencia: hay una clara mentalidad castigadora a la vez que igualadora. El estado aparece como ese profesor duro y serio, convencido en que el pueblo es un adolescente inestable al que hay que someter y reformar sobre la máxima de “la letra con sangre entra”, en este caso, cambiando el miedo a los reglazos en la mano por las multas económicas. Junto a este aspecto punitivo atemorizador, cuya bondad se defiende desde sus propulsores con frases del tipo “si lo hacemos por el bien del chico”, tal y como hacían aquellos maestros de gesto serio, existe también una clara intencionalidad igualadora: la idea de que todo lo diferente es pecado, sustentada en el miedo al “otro”, al demonio de la diferencia y la divergencia. Desde esta perspectiva se entiende por qué se considera igual de peligroso para el “bien social” llevar explosivos a una manifestación, que oponerse pacíficamente ante una injusticia flagrante. No se diferencia, desde esta mentalidad, la intención de la acción, solo la acción, sea cual sea, es lo que hay que penar por igual.
Wolfgang Schäuble, ministro de finanzas alemán, afirmaba hace unos meses que lo que sucedía con Alemania y otros países europeos, era como en la escuela cuando el alumno aventajado generaba envidias por sus resultados. Tiene toda la pinta de que el equipo educativo de Bruselas y Berlín aprobará a nuestro país en los exámenes de septiembre.