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Tortell Poltrona en el FIC - Festival Clownbaret 2015

Teatro Guimerá (S/C), 24 de octubre

 

En medio de la anunciada tempestad, salimos de Los Realejos dirección a la capital. Lluvia antes de salir de casa. Ahora también, mientras escribo esto ya de vuelta en el salón. Nos dio tiempo a pasear por la Plaza del Príncipe y tomar unos cortados y unas pastitas antes de la función. Nada de lluvia, temperatura de lujo en la calle. Una vez en nuestras butacas contemplamos cómo el teatro se fue llenando. Caras de ilusión y bastantes personas adultas.

Apareció Tortell con una cinta plástica de esas con las que vallan los lugares anunciando algún peligro. Se paseó por el patio de butacas acordonando la zona, besando todas las calvicies que encontraba a su paso. Un aviso de la tormenta de emociones que iba a desencadenarse dentro del Guimerá. ¡Hermosa, bellísima metáfora sobre el peligro de un payaso suelto!

Luego el número del micro que se rebela, la chaqueta que se confabulaba con el micro. Un lío enorme. Tan grande como las carcajadas del público. Es complicado vivir en el mundo tecnológico. Hasta que nos damos cuenta de que podemos gritar para que nos oigan. ¡Soberbia lección! 

Los payasos levantan ciertas sospechas. ¿Cómo es posible que haya gente que se atreva a hacer eso, a mostrar su torpeza, a soltar tacos, a escupir, a arrojar huevos, a ensuciarse y ensuciar? ¿Será que está loco? Ah, es eso: la locura da miedo. Pero también nos brinda la libertad. ¿No será, acaso, que es la libertad la que nos da miedo? ¿No será que preferimos vivir desapercibidos, sin hacer mucho ruido, acatando las leyes, ajustando nuestros usos y maneras? Si nos dan un micro, pues habrá que hablar por el micro. ¿Sin intentar siquiera alzar la voz? ¡Qué capacidad para sembrar preguntas! ¿Qué ocurre cuando nos decidimos? ¿Qué ocurre si nos arriesgamos? Ser payaso es eso: gritar, arriesgarse. ¡Qué hermosa la libertad!

Cuando el payaso se muestra, las risas se disparan. Los rostros se iluminan. Volvemos a creer en la humanidad. La cara pintada, un vestuario grotesco, la nariz roja y mirar al otro de frente: decirle. Besarle, invitarle a juagar. Entonces sucede la magia. Sucede que el niño sube al escenario a hacer malabares y acaba recogiendo cien bolitas que el payaso le arroja al suelo. Y cuando el payaso, de rodillas, le quiere demostrar su infinito agradecimiento por la colaboración, el niño de siete años, siente miedo de ese rostro que se le aproxima; siente miedo del payaso… ¡Cuánta poesía!

Será por eso que el payaso siempre se disculpa. Porque es torpe. Y los torpes tenemos derecho a equivocarnos. Porque nos atrevemos. Porque hacemos. Luego se disculpa y  sigue. De nuevo. Otra vez. El payaso agradece la comprensión de otro. Y vuelve. E insiste. Y eso me hace temblar. ¡Qué bueno sentir que el vello se te eriza!

Tortell Poltrona es un ser humano excepcional. Será por eso que puede permitirse el lujo de ser payaso. Tortell Poltrona es un abuelo con gestos y mirada de nieto. ¿Y qué ocurre cuando se da tal conjunción? Que merece ser celebrada. Entonces llega la tarta. Y el tartazo del público ejecutado por… ¿Lo imaginan? ¡Un calvo! Porque ellos son la antesala de lo que más pronto o más tarde todos y todas seremos. La tarta es la celebración de la vida y sus errores, que nos conducen a la sabiduría. ¡Te queremos Tortell!

Y luego la fiesta. Un reggae a lo Bob Marley. 'No soy nada', decía el tema. Ni yo, ni tú, ni ella, ni él… Todos somos, acaso, payasos. Ocurre que no todos nos atrevemos. Pero recordad: a la hora y cuarto llega el acordeón con “l’hora dels adéus” (la hora del adiós). El público en pie. Yo con los pelos de punta, la niña entusiasmada y Silvia (que vino amodorrada y con algo de dolor de cabeza), reconfortada, como nueva.

Los payasos levantan sospechas