La trayectoria de Aerosmith es un compendio perfecto de tópicos atribuidos a la época de esplendor del rock de los setenta: glamour, guitarrazos y excesos (de todo tipo, y tolerados, cuando no impulsados, por aquella industria) que derivan paulatinamente en un dinosaurio con pies de barro (artísticamente, los finales de los setenta son muy complicados para el antiguo régimen, véase los Zeppelin o los Queen, por poner sólo unos ejemplos: la explosión de punk y electrónica, y el ascenso neocon dejaron a muchos con el pie cambiado) que sólo se mantiene en pie por el incipiente rock de estadio.
Aún así, el relato común de muchos de estos artistas es claro y compartido: a la gran resaca y debacle (generalizada, salvo honrosas excepciones) de los ochenta, le seguiría una redención artístico comercial que casi siempre se sustentaba en algún tipo de renacer personal, lo que no era sino un eufemismo para venir a decir que el acohol y la drogaína había quedado atrás, o al menos, se hacía voto por ello. Ya se sabe que esta historia de segundas oportunidas y héroes renacidos es de las cosas que más excitan al público estadounidense, y fue así como los Aerosmith, siendo uno de los mejores exponentes de todo lo contado, se hicieron leyenda.
Hasta aquí, sería el mito. Tan interesante hoy en día que ya se reinterpreta según nuestros referentes de producción cultural actual, es decir, en series. ¿Y nuestro héroe? Pues tenemos a un Steven Tyler que no se deja ninguno de los estereotipos. El pack completo, vamos. Desde su infancia en el Bronx a su juventud en el Greenwich Village (ya es pedigrí), fue precisamente ahí donde Tyler asistió a un concierto de los Stones que lo mesmerizó por completo, según sus amistades de la época. De hecho, existe un documento de ese concierto donde, en pura actitud fan, Tyler mira a la cámara a las espaldas de un Jagger que camina a su rollo, ignorando los que con el tiempo serían (salvo error, se aceptan sugerencias) los únicos morritos capaces de hacerle competencia en el mundo de la farándula rockera. De hecho, si juntamos a Iggy Pop con los mencionados podríamos tener el gran triunvirato de grandes feos-pero-sobradamente-atractivos del rock. E incluso, rizando el rizo, siendo citados como referentes en cuanto a estilismo en las revistas de moda.
Si tuviésemos que detenernos en la hagiografía de nuestro mártir encontraríamos multitud de sucesos a la altura de lo que se espera de un santo roquero: desde construir una cabina en el escenario (ni backstage ni monodosis colgantes, la indiscrección de Tyler y asociados era proverbial) para darle al turulo hasta (pasados los años) hacer alarde con ostentosas declaraciones como "Me esnifé veinte millones. Me esnifé mi Porsche, me esnifé mi avioneta [...] y me extravié". Según la leyenda, el lugar que más veces recibió la firma de Tyler fueron los pechos de solícitas fans. Por supuesto, conforme la cosa iba perdiendo la gracia, también llegan las anécdotas decadentes como tocar repetidas veces el mismo tema en un concierto, o ser transportados inconscientes, de manera habitual, cargados a la espalda y de caravana en limusina, por el staff de la gira.
Pero tras la caída, llegó la redención. Con promesas de sangre limpia y reseteada, con algún éxito rockero -desde la puesta al día de Walk This Way hasta varios singles que se columpiaban entre el hard rock comercial y el blandijevi bonjoviano de la época- pero, sobre todo, con las grandes baladas. Allí donde otros no llegaron a acertar (por favor, recuerden November Rain) los Aerosmith explotaron perfectamente la fórmula del chico-duro-que-tiene-momento-sensible. Lo cual tenía su mérito, porque eran comienzos de los 90 y el rock tradicional estaba en clara retirada ante el avance de rebecas deshilachadas y camisas de leñador dos tallas más grandes que traía el grunge. Pero una cosa sí estaba de moda: la MTV. Y allí, en 1994, pasaban una y otra vez Crazy.
La historia de fuga y libertad adolescente conectó perfectamente con las nuevas generaciones de seguidores. Más allá de eso, la canción era todo un hito: porque entre el plantel de jóvenes bellezas hollywoodienses que sus vídeos reclutaban, supuso la gran presentación de una magnética Liv Tyler. Que era su hija, pero no lo supo hasta que, con 9 años, asistió a un concierto de la banda (aunque, mirando esas bocas, no se sabe cómo nunca pudo haber duda). Decididamente, Steven enderazaba el rumbo y hacía las paces con su pasado. Todo estaba en orden.
Después de eso, giras periódicas, discos correctos y Tyler cultivándose como personaje más o menos excéntrico y con el desparpajo del que está un poco de vuelta de todo, que lo mismo polemiza en American Idol que disfruta apareciendo en todo tipo de eventos espontáneos, incluidos músicos callejeros. Quién sabe, quizás podemos verlo este finde marcándose algún tema en calle Castillo o Herradores... Por de pronto, como despedida, esta emotiva (y autobiográfica) Amazing interpretada hace no mucho en un centro de rehabilitación para músicos con problemas de adicción: "There were times in my life / When I was goin' insane / Tryin' to walk through / The pain"
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