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Decolonizar la piel: texturas del cuidado

'Decolonizar la piel' , texturas del cuidado

Cien mil piezas de incienso ocupan el fondo de la galería como un horizonte fragmentado. La flor de azahar, la esencia de la alegría, dice Romina Rivero, despliega su promesa de sanación sin palabras, operando en niveles donde el lenguaje fracasa. Esta instalación cumbre no es solo visual sino olfativa, táctil, memorial: una invocación a las farmacopeas antiguas que el capitalismo farmacéutico intentó borrar cuando decidió que solo lo sintetizable en laboratorio merecía el estatuto de medicina. El ácido acetilsalicílico reemplazó al sauce llorón, y con él se inauguró un régimen epistémico donde la naturaleza debía ser traducida, apropiada, patentada.

Esta exposición nace de una pregunta incómoda: ¿dónde queda el cuerpo cuando se ha autorizado su intervención sistemática? Rivero, artista visual y médica, habita esa tensión productiva entre el arte y la ciencia, entre el bisturí y el pincel, para cuestionar cómo la medicina moderna como ejercicio biopolítico ha configurado los cuerpos desde fuera. Cuerpos disciplinados por protocolos clínicos, clasificados por diagnósticos, juzgados por su desviación de la norma. Cuerpos feminizados que históricamente han sido territorio de experimentación colonial, desde la inquisición y la quema de sanadoras acusadas de brujería hasta las políticas contemporáneas que medicalizan la diferencia. Silvia Federici nos recuerda que la caza de brujas fue, ante todo, un despojo epistemológico: la eliminación sistemática del conocimiento medicinal femenino que amenazaba el monopolio emergente de la medicina institucional.

En 'Decolonizar la piel', ese gesto se materializa en un vademécum, biblia farmacológica contemporánea, que Rivero sella y metamorfosea con velo, flores, algodón y fibra natural. El libro cerrado es también un cuerpo amortajado, una farmacopea antigua que ya no habla pero cuya presencia persiste. Acompañan fotografías de archivo del Centro de Documentación del TEA: mujeres canarias humildes intervenidas con blonda, ese encaje que fue mano de obra femenina y que ahora funciona como sutura poética entre pasado y presente.

Canarias emerge en esta exposición no como paisaje sino como laboratorio. Françoise Vergès ha teorizado cómo los territorios colonizados funcionan como espacios de experimentación donde se ensayan técnicas de control que luego se exportan a las metrópolis. Pero Canarias es también resistencia: aquí persisten las sanadoras, curanderas que practican el rezado para el susto, el llanto, la pena, el quebranto. Los paneles japoneses hechos a mano reproducen el registro gráfico del sonido de uno de esos rezados comunes, trazando en azul cobalto y oro, cromática medicinal, pigmento de lo sagrado, fragmentos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que se leen como rezos a lo común. Las palabras flotan junto al registro sonoro como si ambos, el documento legal y la práctica oral, pudieran compartir el mismo estatuto, la misma legitimidad.

La materialidad en Rivero es forma y es conocimiento. El nácar que esmalta las vértebras rotas y recompuestas es fragilidad y reparación simultáneamente. El pan de oro dignifica lo quebrado sin negarlo, proponiendo que la cicatriz no solo es belleza sino que es ley de vida. Un vídeo en bucle muestra una vértebra fracturándose y unificándose eternamente, mientras la escultura fundida en aluminio, metal lunar, femenino, frío pero no hostil, sugiere una liviandad estructural, una sujeción que permite erguirse sin convertirse en coraza. Rivero responde a los regímenes que modulan químicamente nuestros afectos con una farmacia alterna compuesta de amapolas canarias, de sauces que lagrimean, de texturas que proponen otras químicas del cuidado.

En Ginger Jars, siete cojines blancos median entre lo colectivo y lo personal, cada uno prendiendo una planta medicinal diferente y sosteniendo aquello que necesita ser acompañado antes de poder ser liberado: humillación, rechazo, traición, abandono, injusticia. Reposar, lamentarse, añorar, habitar el dolor doméstico… gestos que existen fuera de la captura institucional y operan donde la medicina moderna no puede codificar ni monetizar. Son prácticas fugitivas de cuidado que se niegan a convertirse en protocolo, que insisten en su propia legitimidad precisamente porque la institución las ha descartado. Por su parte, el petate de tela y pluma insiste en contener para liberar en el acto mismo de atar el nudo. En la galería, lo sólido se aliviana; el peso del dolor se dignifica sin negarse.

La distinción entre cuerpos que merecen cuidado y cuerpos desechables no es natural, es construida. 'Decolonizar la piel' propone otra política de la vida: no el control desde el Estado o la farmacéutica, sino el reconocimiento de que los cuerpos resisten, se regeneran no a pesar de sus cicatrices sino con ellas. La ilusión moderna de que la sanación puede controlarse mediante agentes exclusivamente externos, píldoras, cirugías, intervenciones, se desmonta aquí en favor de una comprensión más compleja: sanar no es un procedimiento; es acompañar, atravesar, habitar el dolor en sus múltiples texturas.

La materialidad no es soporte sino condición de posibilidad: las densidades y texturas de esta exposición, la suavidad del algodón, la dureza del nácar, la levedad de la pluma, la frialdad del aluminio, la persistencia del aroma, se articulan como régimen de cuidado. Rivero no ofrece curas milagrosas sino un vocabulario material para pensar el cuerpo de otro modo. Un cuerpo que no es máquina reparable sino ecosistema sensible, territorio de memoria donde conviven la planta medicinal y el mineral, el rezado antiguo y la tecnología contemporánea, la herida colonial y la posibilidad, siempre frágil, siempre necesaria de regenerarse.

Romina Rivero

(Tenerife, 1982)

Los vínculos, trasvases y entrelazamientos entre el "yo claro" europeo y el "yo difuminado" oriental es la constante sobre la cual descansa mi obra, centrando la investigación en aspectos de la medicina y la filosofía en torno a la violencia biopolítica. Contrapongo y hago convivir la medicina occidental neoliberal con la tradicional; y la filosofía clásica Taoísta con determinadas formas de pensamiento contemporáneas (Foucault y Preciado). Uno de los ejes principales son las ficciones políticas estatalizadas desde el S. XVII hasta nuestros días y sus discursos clínicos: el bio-poder, aplicado mediante la tanato-política, la tecno-biopolítica y la fármaco-pornopolítica. Inherente a dichos procesos de androcentrismo político sobre el "control de la vida" es la destrucción del poder de la mujer sobre la medicina, la reproducción biológica y social, y la creatividad social y política. Mi trabajo unifica y declara que la "normalización" de procedimientos disciplinarios y la medicalización de la vida, ha convertido el ser humano en "sujeto" y la vida en "objeto" u historial clínico.

Siento una necesidad vital de embellecer "el dolor" mediante la herida, la cicatriz y el trauma que anida en lo corpóreo. Trato de evidenciar sus texturas, ese espacio vacío u olvidado del duelo y el sufrimiento que se omite en nuestro presente. Mi trabajo narra la experiencia de cómo el dolor de la violencia biopolítica opera en nuestro organismo, de una forma directa (nuestro propio cuerpo) o indirecta (tras la ausencia de un ser querido).

Y pese a que ésta heteronorma neoliberal ha convertido lo privado en público, la necrocracia en forma de gobierno, y las mayorías somos tipificadas de minorías con el fin de ser silenciadas, mi intención es consolidar la idea y la acción de autonomía e intimidad. Me expreso sutilmente desde la austeridad cromática y la diversidad de lenguajes. Somos el espacio que habitamos, somos nuestro cuerpo, territorio y lugar de memoria. En esta efímera vida de luciérnaga, nuestras cicatrices son identidad, nuestros gritos son memoria, nuestro dolor es fuerza. Somos la dignificación de nuestros vivos y de nuestros muertos. Somos la práctica de la libertad, o por lo menos, el intento.