Descolgarse. Girar sobre uno mismo. Son las primeras formas de alterar la conciencia que encontramos. Y las usamos. ¿Son los colores los mismos para cada cual o nombrarlos es una convención? Sepultados por educativas respuestas olvidamos la alegría de preguntarnos por las cosas. Luego crecemos y votamos cada cuatro años muy lejos de la sabiduría de aquel candor cuyas brasas siguen vivas sin embargo bajo cada catástrofe. La niña que pende hacia atrás desde un columpio mira el mundo hasta que toda su familia camina por un techo de hierba, colgando hacia el cielo. Es esa niña la que sobrevive dentro y quien nos mira a los ojos en Cherepaka.
El pasado viernes 20 de enero la compañía canadiense Nadere Arts Vivans compartió una función especialmente emotiva: última escala en España de una minigira que ha pasado por Barcelona, Palma y Murcia y que en La Laguna ha servido para abrir por todo lo alto la programación del LEAL.LAV. Andréane Leclerc, contorsionista, performer de la pieza y fundadora de la compañía, nos cuenta en rueda de prensa cómo propone exponer la finura de su trabajo más que mostrar los conocidos trucos de este arte, adaptando sus recursos a un lenguaje contemporáneo en estrecho diálogo con el sonido y la luz en escena para sumergirnos en un ambiente contemplativo. Pero a partir de ahí todo se da la vuelta y el lenguaje ya no funciona. Como asistentes a un rito desconocido, la cosa se juega en la tensión de miradas ante el abismo que se nos abre, sabiendo de ese animal que desde allí, retorcido, buscando su forma, inevitablemente acecha.
Y aquí me parece bueno hacer un inciso. Pienso en los prejuicios y cómo funcionan. Los que se tienen respecto a nuestra profesión. Y los que tenemos dentro de la propia profesión hacia quienes trabajan... mmm... por ejemplo, títeres, el payaso, o hacia quien dedicado al teatro social termina dedicado a algo en latinoamérica o en la asociación de vecinos de la esquina. Incluso hacia esa bailarina que un día "dejó de bailar" y ahora está haciendo esas cosas conceptuales. Prejuicios hacia el muy ortodoxo, por serlo y por clasicorro, pero también hacia el conceptual, por elitista o modernawer. Prejuicios como una cesura interna antes de hacer lo que quiera que dentro de nuestros cuerpos está deseando hacerse, pese a nosotras, endebles personitas, del mismo modo que a uno le da por pensarse dos veces si publicar o no un tweet, tal y como está el patio. Y todo esto porque lo que vino a La Laguna fue un espectáculo de contorsionismo. "¿En serio?", hubo quien preguntó. Pues sí. Y tanto, que casi exclusivamente. En mi vida había asistido a uno. Las cosas cercanas que he presenciado tienen que ver más con la idea que tenemos de circo. Y al decir circo contemporáneo hacemos un triple salto mortal de ideas del que no siempre se cae de pie, porque, sin quitarle mérito o dignidad, suelen ser piezas bastante tradicionales maquilladas formalmente de frescura. En el mejor de los casos esa contemporaneidad tiene que ver con algo técnico, el uso y muestra de nuevas acrobacias y trucos en cada una de las disciplinas que le dan forma. Y aquí ocurre lo o opuesto. Imagina: Saca a una contorsionista de un circo. Trabaja un par de conceptos hasta hacerlos trizas, a saber, la obra pictórica de Francis Bacon por un lado, por otro la muerte de una tortuga. Baraja los pedazos y ordénalos dramatúrgicamente. Pasa esos materiales al cuerpo. Haz que la contorsionista los ejecute de manera impecable y con una pasión comedida. Añade incluso una pátina de interpretación a eso que hace. Coloca su cuerpo sobre una tarima circular con ese vestuario tan adecuado que le han hecho, entre minimal y steam punk, y con el que está tan cómoda. Haz que toda la luz converja en la tarima y deja un rectángulo trasero para hacer contraluces. Y no te olvides de sonorizarla también, de modo que puntualmente, sobre la ambientación sonora inquietante y enigmática que has hecho, los sonidos de sus movimientos puedan mezclarse a la banda sonora de la pieza. Ea, ya lo tienes. Una pieza con el contorsionismo puesto al servicio de otra cosa, pero a la vez mostrándose a sí mismo, lenta, a veces casi sádicamente, con un nivel de intensidad y exposición capaz de hacer vibrar y converger el espacio a su alrededor.
El público que llena la sala encuentra sobre el escenario del Teatro Leal la misma tarima circular sobre la que trazaría un retrato Francis Bacon, a quien ya hemos señalado que Cherepaka homenajea claramente.
Ya en nuestro lugar, Andréane, de espaldas, tiende su cabeza atrás para recorrer con extrema lentitud, una pincelada de carne, cada centímetro que le llevará a tender la cara entre sus pies, aún arraigados en el suelo. Con ella, el tempo en Cherepaka es lento hasta disolverse, apoyado por una ambientación sonora rota solo para traer un eco de pájaros lejanos donde la intérprete limpia el lienzo, vuelve a ser bípeda. La oscuridad se la traga y comienza un nuevo ciclo de penumbra. Tenemos que esforzarnos para dilucidar qué cuerpo aparece ahora poco a poco ante nuestros ojos. Porque pese a la pintura de Bacon, aquí se nos expone una escultura viva completamente desnuda, entre su naturalidad y su angustia, abierta ante nuestra anodina normalidad, obligando a que sean nuestras miradas las que deban realmente retorcerse, cuestionándose a sí mismas.
A veces soy simplista y bruto adrede como un juego con el que apuntar a lo esencial de las cosas. Por otro lado, desde pequeño siempre me apasionó Bacon hasta el punto de la obsesión y me gusta decir que lo icónico en su obra es el suelo circular, el rectángulo del fondo y la mancha-carne. Como en toda pintura tan matérica, la mancha lleva implícito el movimiento del pintor, aunque en Bacon la mancha es también carne desplazada, el movimiento de un cuerpo expuesto en la nada (tal vez ante). Y en Cherepaka asistimos a la muerte o la supervivencia lenta de una tortuga que es todo cuerpo vivo, aferrado a sí mismo, una pintura presente. Y si Bacon con sus trípticos nos abría casi espejos colocados en torno a su tarima para que como voyeurs estuviéramos más adentro de sus escenas, aquí no podemos escapar a esta circunstancia, compartiendo la agonía y la belleza de un cuerpo que escapa a nuestra capacidad de medida.
Como la niña en su columpio, desde la silla todo permanece tanto tiempo dislocado que lo normalizamos, y su pelvis lo rige todo, su cabeza es un apéndice o bien desaparece y ya no sabemos cuántas extremidades tiene cada vez. Ese tiempo y la insistencia hipnótica en una imagen convierte el cuerpo de Andréane en insecto, en reptil, en crisálida, en algo que trata irremediablemente de nacer. Ojalá, en nombre de aquel fuego, nos ocurra lo mismo este año.
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NOTA : Un extracto de esta entrada fue publicada inicialmente en La Opinión de Tenerife, un nuevo espacio para las cróncias de Unknown Pleasures que queremos agradecer desde aquí. A partir de ahora el periódico publicará notas como esta tras las actividades del LAV que harán de germen o punto de partida para las crónicas, expandidas en el espacio de este blog y el homónimo en TEATRON. Las imágenes de esta entrada, obviamente, son todas de Cherepaka y de Francis Bacon, excepto la primera, que es una licencia que me he permitido al tunear La Paciencia, de Carlo Dolci.